dissabte, 25 d’agost del 2007

Loreal, porque yo lo valgo

"El gran Aristóteles definió en su día al hombre como “bípedo implume” y Desmond Morris como “mono desnudo”.
Ambas definiciones subrayan una de las características más llamativas de la especie humana: es una de las muy pocas especies de mamíferos terrestres cuyos individuos no están completamente cubiertos de pelo.
Para explicar esta anomalía, han surgido dos teorías muy sugerentes, aunque ambas carecen de pruebas contundentes en su favor. Una de ellas es la teoría acuática del origen del hombre, que postula que nuestros antepasados perdieron su pelo como una adaptación a vivir en ríos y lagos. Un reflejo muy curioso de los recién nacidos, que suspenden su respiración al ser sumergidos y no tragan agua a pesar de nadar con la boca abierta, su habilidad para bucear o el hecho de que muchos fósiles de homínidos hayan aparecido junto a zonas húmedas, son esgrimidos como argumentos a favor de esta hipótesis, que no cuenta con otro tipo de evidencias.
La segunda teoría propone que un factor determinante de muchas características humanas es el ritmo de desarrollo más lento con respecto a otros primates, de modo que en estado adulto retenemos un cierto número de características “infantiles” e incluso “embrionarias”. En cierto sentido, seríamos “niños perpetuos” que han adquirido la capacidad de reproducirse. Así, rasgos como el gran tamaño del cerebro con respecto a nuestro desarrollo corporal, nuestra cara “grácil” y plana, la mandíbula y dentadura pequeñas o nuestra permanente curiosidad, serían explicados por este ritmo diferencial de desarrollo. Nuestra falta de pelo sería un recuerdo de nuestra etapa embrionaria. Aunque es posible que un ritmo de desarrollo diferente haya tenido influencia en algunas características humanas, parece necesario buscar de todas formas factores externos en forma de presiones de selección que hayan conducido a los diferentes cambios.
Las teorías más aceptadas hoy para explicar nuestra relativa desnudez postulan la interacción de diversos factores ecológicos y fisiológicos. Cuando los homínidos adquirieron la locomoción bípeda, que es más eficiente en el gasto de energía, estuvieron más preparados que la mayoría de los animales de su entorno para las carreras de fondo (no así para las de velocidad). La mayor resistencia propició cambios en las estrategias de alimentación: los homínidos estaban entonces bien capacitados para llegar antes que otros animales terrestres a un cadáver lejano cuya presencia detectaban gracias al vuelo de los buitres o para perseguir a un animal debilitado hasta extenuarlo.
Una carrera prolongada genera sin embargo una serie de desajustes, como la producción excesiva de calor. Un animal pequeño puede tolerar un aumento de su temperatura de varios grados, porque su elevada superficie en relación a su volumen permite que el calor se disipe con rapidez, pero los homínidos eran unos primates grandes y un aumento de pocos grados durante su carrera podía tener consecuencias fatales. Los buitres suelen volar cuando la temperatura del aire es alta y se generan buenas corrientes térmicas, lo que empeoraba la situación. Nuestros pulmones no están tan bien adaptados para liberar calor como los de las aves, aunque en contrapartida nuestra constitución es esbelta y presentamos una elevada (para nuestro tamaño) relación superficie/volumen, apta para perder calor a través de la piel, gracias por ejemplo a nuestras largas extremidades.
La solución para perder calor fue liberar a la piel del pelo, que funciona como un aislante al retener una capa de aire, que es muy mal conductor del calor. Otra adaptación fue la de desarrollar muchas glándulas sudoríparas para aprovechar el gran poder refrigerante del agua (el hombre es uno de los animales que más sudan). Es curioso que el origen del hombre parezca situarse en las montañas tropicales de África, que son unos de los pocos lugares donde hay agua y sal en abundancia, para reponer las perdidas con la sudoración.
La incidencia de estos factores ambientales y fisiológicos debería explicar también algunos aspectos de la distribución del pelo en nuestros cuerpos. El cerebro es la zona más expuesta al sol y además es un órgano muy activo metabólicamente y muy sensible al calentamiento, por lo que debería estar aislado por una capa de pelo que previniera un calentamiento demasiado rápido. Para conseguir disipar el calor adquirido, el sudor aparece muy rápidamente y con gran profusión en la frente.
El hecho de que los hombres tengan en general más vello que las mujeres parece guardar relación con el hecho de que ellos tienen menos grasa bajo la piel. La grasa también actúa como un aislante térmico, impidiendo la disipación de calor. El frío nocturno en las montañas tropicales actuaría como freno a una pérdida exagerada de la capacidad de retener calor.
Más difícil de explicar en términos ecofisiológicos es la presencia de pelo en las axilas y en la zona genital. Aquí entrarían en juego otros factores de selección, ligados a la sexualidad. El vello actuaría como un indicador de madurez sexual y, posiblemente, también para retener sustancias olorosas atractivas. Los individuos con vello en estas zonas serían preferidos como compañeros sexuales y por ello estos rasgos se perpetuaron en las poblaciones.
La refrigeración del cuerpo que permitió la desnudez contribuyó a que los homínidos pudieran acceder a dietas más ricas en energía, lo que fue uno de los requisitos para el gran desarrollo del cerebro propio de nuestra especie. Vemos pues que muy probablemente nuestra desnudez es uno más de los factores entrelazados en una compleja red que han determinado nuestra evolución."


Escrit per Antonio Jiménez, tret de la web Mundobiologia
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