A todas las niñas repelentes.
Don Emiliano Manrique Martínez, envarado y raspado andaluz, gran torero y sainete, descendiente de un Grande de España, claudicaba siempre con solera al rigor de su vetusto sacrificio. Con oficio y arte, antes de cruzar sagradamente su cara con la santa seña, imploraba con ferviente mirada a las alturas que le auscultaran su latido galopante en pos de encomendar paciencia para bien matar al miura en el ruedo. Muy dado a relucir sus creencias, al rito sagrado de su temple bravo y bien parecido como ninguno, acudía en romería a los burladeros de las discípulas de su venerada María Magdalena antes de cada corrida. Pero nunca encontraba alivio para sus bajos, ni siquiera roce, pues sus genitales coronaban en una vara que ni el picador en tercio de banderillas. Portador de gran mástil, Don Emiliano, gran torero, hombre que tenía que esconder con algodones entre el traje de luces un péndulo hasta la rodilla, murió sin descendencia. No pudo jamás poseer orificio de dama alguna porque su muleta de matador espantaba a toda manada. Murió entre pañoladas en el ruedo, al ser agujereado por el hasta de un bravío toro allá donde empieza la entrepierna. ‘Menudo estoque escondía tras el capote el jodío’ dijeron con sarna los que lo vieron. Su desmesurada verga eclipsó hasta su grandeza.
No conservamos imagen del matador y su animal en reposo ni tampoco –obviamente- en posición de ataque. No obstante si las hay de su hermanastro, engendrado por su padre, también valedor del gen de gran picador, dando rienda suelta al desenfreno en la guerra del Rif.
Aquí queda a modo de prueba la impronta del renegrido bastardo:
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