Otra visita a Praga después de 1989. De la biblioteca de un amigo saco al azar un libro de Jaromir John, un novelista checo de entreguerras. La novela ha quedado desde hace mucho tiempo olvidada; se titula El monstruo de explosión, y la leo aquel día por primera vez. Escrita en 1932, cuenta una historia que ocurre unos diez años antes, durante los primeros años de la República checoslovaca, proclamada en 1918. El señor Engelbert, consejero forestal en tiempos del antiguo régimen de la monarquía habsburguesa, al jubilarse se traslada a vivir a Praga; pero, al toparse con la agresiva modernidad del joven Estado, va de una decepción a otra. Situación archiconocida. Pero algo es inédito: el horror a ese mundo moderno, la maldición del señor Engelbert, no es el poder del dinero ni la arrogancia de los arribistas, es el ruido; no el antiguo ruido de una tormenta o de un martillo, sino el nuevo ruido de los motores, en particular de los coches y las motocicletas: “monstruos de explosión”.
Pobre señor Engelbert: primero se instala en una casa en un barrio residencial; allí, los coches le descubren por primera vez el mal que convertirá su vida en una huida sin fin. Se traslada a otro barrio, encantado de que, en su calle, hayan prohibido el paso a los coches. Ignorando que la prohibición es temporal, se exaspera la noche en que oye los “monstruos de explosión” tronar bajo su ventana. A partir de entonces, sólo se va a la cama con tapones en los oídos y comprende que “dormir es el deseo humano más fundamental y que la muerte causada por la imposibilidad de dormir debe de ser la peor de las muertes”. Busca (en vano) el silencio en hoteles rurales, lo busca (en vano) en ciudades de provincia, en casas de antiguos colegas, y termina por pasar la noche en los trenes, que, con su ruido suave y arcaico, le brindan un sueño relativamente apacible en medio de su vida de hombre acorralado.
Cuando John escribía su novela, es probable que sólo uno de cada cien o, qué sé yo, uno de cada mil praguenses tuviera coche. La sorprendente novedad apareció en toda su magnitud precisamente cuando el fenómeno del ruido (el ruido de motores) era todavía raro. Deduzcamos de ello una regla general: el alcance existencial de un fenómeno social no es perceptible con mayor acuidad en el momento de su expansión, sino en sus comienzos, cuando es incomparablemente más frágil que lo que será en el futuro. Nietzsche señala que en el siglo XVI Alemania era el lugar donde la Iglesia estaba menos corrompida y que por eso se dio la Reforma precisamente allí, porque sólo en “sus comienzos la corrupción se dejó sentir como intolerable”. La burocracia en la época de Kafka era un niño inocente al lado de lo que es hoy y, sin embargo, fue Kafka quien puso al descubierto su monstruosidad, que desde entonces a pasado a ser trivial y ya no interesa a nadie. En los años sesenta del siglo XX, brillantes filósofos sometieron “la sociedad de consumo” a una crítica que, a lo largo de los años, se ha visto tan caricaturescamente superada por la realidad que ya no nos molestamos en proclamarla. Porque hay que recordar otra regla general: mientras que la realidad no se avergüenza de repetirse, el pensamiento, ante la repetición de la realidad, termina siempre por callar.
En 1920, el señor Engelbert se extrañaba aún del ruido de los “monstruos de explosión”; las siguientes generaciones lo encontraron natural; tras horrorizarle y enfermarle, el ruido remodeló poco a poco al hombre; por su omnipresencia terminó por inculcarle la necesidad del ruido y, con ello, acabó con cualquier relación con la naturaleza, con el descanso, la alegría, la belleza, la música (que, al convertirse en un fondo sonoro ininterrumpido, perdió su carácter de arte) e incluso con la palabra (que, en el mundo de los sonidos, ya no ocupaba como antaño el lugar privilegiado). En la historia de la existencia, ha sido un cambio tan profundo, tan duradero, que ninguna guerra, ninguna revolución han sido capaces de producir otros similares; un cambio cuyo comienzo Jaromir John señaló y describió modestamente.
Digo “modestamente” porque John era uno de esos novelistas que llamamos menores; sin embargo, grande o pequeño, era un verdadero novelista: no reproducía las verdades bordadas en el telón de la preinterpretación; tuvo el valor cervantesco de rasgar el telón. Saquemos al señor Engelbert de la novela e imaginémoslo como un hombre real que se pone a escribir su autobiografía; ¡no, no se parece en absoluto a la novela de John! Porque, como cualquiera de sus semejantes, el señor Engelbert se ha acostumbrado a juzgar la vida según el telón colgado ante el mundo; sabe que el fenómeno del ruido, por desagradable que sea para él, no es digno de interés. Por el contrario, la libertad, la independencia, la democracia o, vistos desde el ángulo opuesto, el capitalismo, la explotación, la desigualdad, ¡sí, cien veces sí, son nociones graves, capaces de dar sentido a un destino, de ennoblecer un desastre! De modo que en su autobiografía, que le veo escribir con los tapones puestos, él concede una mayor importancia a la independencia reencontrada de su patria y fustiga el egoísmo de los arribistas; en cuanto a los “monstruos de explosión”, los relega a un pie de página, como una simple mención a una molestia anodina que, a fin de cuentas, no induce más que a risa.
*Extret del llibre "El telón, Ensayo en siete partes" Milan Kundera, Ed. Tusquets
2 comentaris:
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Dew
maria (taller)
"No s'asembla a la autobiografía"...
¿I quina autobiografía s'asembla a la biografía, si parlem de literatura?
Acabo de venir de passar una estona amb Italo Calvino, Roberto Piglia y Darío Jaramillo, y els tres coincideixen en presentarse camuflats:
http://espejismosmentales.blogspot.com/2009/12/espejismo-autobiografico.html
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